Helena Rubinstein: el poder de la belleza

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Cartel de la exposición "L'aventure de la beauté" del Musée d’art et d’histoire du Judaïsme, París.

A la gran magnate de la cosmética Helena Rubinstein se le atribuye siempre la frase: “no existen mujeres feas, solo perezosas”. Madame, como se hacía llamar, tenía su carácter; sin embargo, en una época en la que la cosmética y el maquillaje estaban reservados a actrices, cabareteras y prostitutas –en una época en la que todos aquellos oficios eran percibidos socialmente de manera similar- ella defendió y consagró la idea de que cualquier mujer, independientemente de su profesión, su procedencia o su estatus, podía –y debía- cuidarse y desear estar más bella. Helena Rubinstein democratizó la belleza. Y la convirtió en un arma de poder.

Sus nombres son solo una muestra del ascenso de una mujer hecha a sí misma. Nació como Chaja, se hizo mundialmente famosa como Helena Rubinstein y murió siendo llamada solamente Madame.

Chaja Rubinstein fue la mayor de ocho hermanas, nacida en 1872 –otras fuentes citan 1870; a ella nunca le oirías decir su edad- en el gueto judío de Cracovia. Sin embargo, su gran historia, por la que acabaría revolucionando el concepto de belleza, convirtiéndose en una de las mujeres más ricas del mundo y sentando las bases, en parte, de lo que es la estética hoy en día, empieza en Australia. Decidió irse allí, a vivir con un tío suyo, escapando de un matrimonio que su padre le había arreglado. En la maleta, según contaba ella misma, su madre le metió doce botes de la crema que usaban en casa para mantener la piel hidratada. Algunas versiones de la historia cuentan que la crema era una receta familiar; otras, que la elaboró un químico amigo de la familia. Rubinstein decía que estaba hecha con unas hierbas muy poco frecuentes procedentes de los Cárpatos; pero es que ella era una experta en marketing antes incluso de que el término se usase. Dijo también que su experiencia con el cuidado de la piel la había adquirido durante los años que había pasado estudiando medicina en Zúrich, y que así había logrado replicar la crema original de su madre. Fuera como fuese, lo importante es que las mujeres australianas, castigadas por el sol, se quedaron maravilladas con la piel perfecta, blanca, lisa y firme de Rubinstein, y ella vio un nicho de mercado. Fuera como fuese, Rubinstein logró replicar la crema original, a la que llamó Valaze, y hacerla tan famosa en todo el país (entre el boca a boca y los anuncios en el periódico) que, antes de cumplir los diez años desde que llegó, pudo abrir su primer instituto de belleza. En este se hacía algo totalmente novedoso: se estudiaba el tipo de piel de cada mujer y se le indicaba la crema más adecuada para ella.

Beauty is power

“Beauty is power”, la belleza es poder, era el eslogan con el que se publicitaban sus primeros productos, y el mantra que no se cansaría de repetir a lo largo de su carrera. La cosmética o el maquillaje no estaban reservados a unas pocas; eran una herramienta para que la mujer se transformara, eligiese y reafirmase su identidad. Un arma de liberación. Y la belleza fue el poder de Rubinstein, cuya ambición, determinación y buen olfato para los negocios la hicieron millonaria en una década. Después de aquel primer salón se expandió a Londres, París y, por fin, Nueva York. Cuando la revista LIFE hizo un perfil sobre ella en 1941, Rubinstein ya había amasado 25 millones de dólares. Ella, sin embargo, dijo cuando ya tenía edad para retirarse que no lo haría nunca, pero no por el dinero sino porque “adoraba el trabajo”.

Estudió, se rodeó de los mejores especialistas, fue pionera en ligar la calidad y credibilidad de sus productos a la investigación científica y, al ser experta en mercadotecnia, muy hábil para que se notase –ella misma aparecía en las fotos con bata blanca-. Además, estuvo siempre al acecho de nuevas tendencias, preparada para lanzar novedades al mercado; así, ella fue quien comercializó, por ejemplo, la primera máscara de pestañas waterproof y la primera máscara “automática”, que sería la que usamos hoy en día, con un aplicador en forma de bastoncillo dentro de un tubo.

Cuidar el físico y cultivar la mente

Sus “institutos de belleza”, que también fue la primera en inaugurar, eran completos spas donde “te estiraban, ejercitaban, frotaban, exfoliaban, envolvían en paños calientes, masajeaban y bañaban en leche; y todo, antes de comer”, describe Mason Klein, uno de sus biógrafos. Sin embargo, sus salones eran mucho más; eran “lugares donde no sólo se aprendía a mejorar el aspecto, también se animaba a reconsiderar los estándares del gusto, a aprender sobre diseño, color y arte”, añade. Rubinstein se inspiró en los salones literarios de París para construir el concepto de sus centros, que pretendían ser también una fuente de conocimiento, y llenó las paredes de los cuadros que había ido coleccionando, de grandes artistas como Miró, Picasso, Kahlo, Man Ray, Braque, Warhol, Matisse o Dalí entre ellos, pero también de artistas emergentes de los que fue mecenas o de rarezas traídas de Oceanía o África. Y es que, si algo definió a la gran Rubinstein, a Madame, desde que abandonó Polonia siendo una adolescente de clase humilde, fue su independencia para seguir su instinto y romper con los estereotipos, su habilidad para ver más allá, y encontrar el éxito.

Archienemigas
Si Joan Crawford y Bette Davis lo fueron en el cine, y Coco Chanel y Elsa Schiaparelli lo fueron en la moda, Helena Rubinstein y Elisabeth Arden fueron las archienemigas más famosas de la historia de la belleza. En realidad, no trabajaron juntas y coincidieron en contadas ocasiones, pero compartían ciudad y background: ambas habían creado un imperio de la nada en una sociedad de hombres y le habían dado otra perspectiva, más inclusiva, a la cosmética y a la idea de la imagen personal. La rivalidad entre ellas fue suficiente como para llenar un libro, War Paint: Madame Helena Rubinstein and Miss Elizabeth Arden: Their Lives, Their Times, Their Rivalry, deLindy Woodhead, y para protagonizar después un musical de Broadway.